jueves, 23 de octubre de 2025

Capítulo 24. V. El Cristo en ti (5ª parte).

V. El Cristo en ti (5ª parte).

8. Tú que te contentarías con ser especial y que buscarías la salva­ción luchando contra el amor, considera esto: el santo Señor del Cielo ha descendido hasta ti para ofrecerte tu compleción. 2Lo que es de Él es tuyo porque en tu compleción reside la Suya. 3Él, que no dispuso estar sin Su Hijo, jamás habría podido disponer que tú estuvieses sin tus hermanos. 4¿Y te habría dado Él un hermano que no fuese tan perfecto como tú y tan semejante a Él en santidad como tú no puedes sino serlo también?

La ofrenda que nos hace Dios y los regalos que nos ofrece a través de Su único Hijo, Cristo, no son aceptados por el ego, pues de hacerlo, aceptando el amor al miedo, la inocencia a la impecabilidad, la abundancia a la escasez, la verdad a las ilusiones, supondría su desaparición, o lo que es lo mismo, el final del deseo de ser especial y el reconocimiento de la unicidad. El mundo ilusorio ya no tendría el soporte que lo hacía real para la mente dividida y dormida. La existencia retornaría en el recuerdo del Hijo, quien despertaría de la pesadilla del olvido y tomaría consciencia de cuán equivocado había estado al elegir el pensamiento de separación.

La creencia en la separación nos hizo escasos y el deseo de especialismo en el que depositamos nuestra fe y al que nombramos como nuestro "ídolo", a quien venerar, se apoderó de la parte de nuestra mente que se dejó seducir por ese deseo y por la visión de estar separados de los demás.

El Hijo de Dios pensó: ¿Cómo Dios podría aceptar que Su Hijo lo engañase? Así, justificó la visión de un Dios que tenía pleno derecho para castigar la negligencia de Su Hijo, a la que interpretó como pecado y por la que se sentiría culpable por el resto de sus días. 

Y el Hijo se dijo: ¡Debo sanar mi naturaleza pecadora y ganar de nuevo la confianza del Creador! Y fabricó un plan de salvación basado en la visión del castigo, la misma que creyó ver en su Padre. Debía sufrir en sus propias carnes el sacrificio y el dolor en señal de contrición por haber ofendido a Dios. 

Y el Hijo siguió soñando esa pesadilla, sin saber que él era el único soñador del sueño.

9. Antes de que pueda haber conflicto tiene que haber duda. 2Y toda duda tiene que ser acerca de ti mismo. 3Cristo no tiene nin­guna duda y Su serenidad procede de Su certeza. 4Él intercam­biará todas tus dudas por Su certeza, si aceptas que Él es uno contigo y que esa unidad es interminable, intemporal y que está a tu alcance porque tus manos son las Suyas. 5Él está en ti, sin embargo, camina a tu lado y delante de ti, mostrándote el camino que Él debe seguir para encontrar Su Propia compleción. 6Su quietud se convierte en tu certeza. 7¿Y dónde está la duda una vez que la certeza ha llegado?

Cuando escribo estas líneas con el único propósito de aprender las enseñanzas que nos ofrece Jesús a través del Curso de Milagros, participo del mensaje que nos brinda la lección de hoy del Libro de Ejercicios, la 273, que reza: "Mía es la quietud de la paz de Dios".

Es inevitable el tener que acudir al mensaje de esta lección para comprender mejor el contenido de este punto, donde Jesús nos habla de la quietud de Cristo en nuestra mente, la cual se convierte en la certeza de la verdad de lo que somos.

Esa quietud procedente de la paz de Dios, cuando se manifiesta en nuestra mente, nos permite alcanzar la visión Crística, que, como hemos dicho más arriba, deshace la percepción errada, sustituyéndola por la percepción verdadera. Esto significa que la creencia en la separación desaparece de nuestra mente y su lugar es ocupado por pensamientos amorosos de unidad.

Desde ese momento, desde el instante en el que elegimos la quietud de la paz en nuestra mente, dejaremos de ver al otro como el enemigo y lo reconoceremos como nuestro mejor amigo, pues hemos recordado que es uno con nosotros y que el plan de salvación tan sólo será una realidad cuando decidimos caminar junto a nuestro hermano en nombre de la unicidad.

La paz se convierte en nuestra certeza y ya no dudaremos más, pues habremos reconocido que no hay nada que nos haga dudar.

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