III. Salvación sin transigencias (1ª parte).
1. ¿No es cierto acaso que no
reconoces algunas de las formas en que el ataque se puede manifestar? 2Si
es cierto que el ataque en cualquiera de sus formas te hará daño, y que te hará
tanto daño como lo harían cualquiera de las formas que sí reconoces, entonces
se puede concluir que no siempre reconoces la fuente del dolor. 3Cualquier
forma de ataque es igualmente destructiva. 4Su propósito es siempre
el mismo. 5Su única intención es asesinar, y ¿qué forma de asesinato
puede encubrir la inmensa culpabilidad y el terrible temor a ser castigado que
el asesino no puede por menos que sentir? 6Puede que niegue ser un
asesino y que justifique su infamia con sonrisas mientras la comete. 7Sin
embargo, sufrirá y verá sus intenciones en pesadillas en las que las sonrisas
habrán desaparecido, y en las que su propósito sale al encuentro de su
horrorizada conciencia para seguir acosándolo. 8Pues nadie que
piense en asesinar puede escaparse de la culpabilidad que dicho pensamiento
conlleva. 9Si la intención del ataque es la muerte, ¿qué importa qué
forma adopte?
Jesús nos comparte un mensaje que ha de ayudarnos a conocer la esencia del miedo y del ataque. Si nuestros pensamientos no son amorosos, entonces tan sólo pueden ser temerosos. El miedo siempre viene acompañado de su aliado el ataque. Por lo que podemos reconocer que la ausencia de amor en nuestra mente nos lleva a la percepción del dolor, la única respuesta que nos ofrece la elección de ver un mundo separado de la fuente del amor y de la unidad.
Elegir el amor es conocer nuestra verdadera identidad y es elegir vivir la paz y la felicidad.
Desear ser especial pone nuestra mente al servicio del miedo y del ataque, lo cual nos lleva a percibir una realidad donde el dolor y el sufrimiento nos mostrarán el rostro amargo de la infelicidad.
2. ¿Podría cualquier forma de
muerte, por muy hermosa y caritativa que parezca, ser una bendición y un signo
de que
Sabemos que el deseo de ser especial da lugar a la creencia de la separación. Si nuestra identidad está condicionada por aquello que creemos, podemos concretar que nuestra identidad es el fruto de lo que deseamos.
Si nuestra mente sirve al deseo de ser especial, nuestra identidad será el resultado de ese deseo, el cual se concentra en la percepción del cuerpo físico. El hecho de que los cuerpos sean diferentes refuerza la falsa creencia de que estamos separados unos de otros. Dado que el deseo de ser especial sigue a su idea-fuente, esto es, al pensamiento de ser diferente a Dios, o lo que es lo mismo, a la negativa de utilizar el amor. Como hemos visto, la ausencia de amor en nuestros pensamientos nos lleva al miedo y al ataque. La consecuencia de todo ello ocasiona que los cuerpos se utilicen para atacar y para protegernos de nuestros miedos, lo que ocultará la verdadera fuente de dichas emociones, la mente.
La transigencia forma parte del sistema de pensamiento del ego, en el cual impera la dualidad. La verdad, en el mundo perceptivo del ego, se manifiesta de manera fragmentada; no lo hace formando parte de la unidad. Esta característica de la verdad es la evidencia más clara de que lo que llamamos verdad no lo es, pues si, como hemos dicho, tan sólo el Amor es verdad, y la característica principal del Amor es la Unidad, debemos deducir que la verdad es la expresión de la unidad. Por lo tanto, lo que el ego interpreta como verdad es tan sólo ilusión.
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