viernes, 19 de septiembre de 2025

Capítulo 23. IV. Por encima del campo de batalla (4ª parte).

IV. Por encima del campo de batalla (4ª parte).

8. Piensa en lo que se les concede a los que comparten el propó­sito de su Padre sabiendo que es también el suyo: 2no tienen necesidad de nada; 3cualquier clase de pesar es inconcebible; 4de lo único que son conscientes es de la luz que aman y sólo el amor brilla sobre ellos para siempre. 5El amor es su pasado, su pre­sente y su futuro: siempre el mismo, eternamente pleno y com­pletamente compartido. 6Saben que es imposible que su felicidad pueda jamás sufrir cambio alguno. 7Tal vez pienses que en el campo de batalla todavía hay algo que puedes ganar. 8Sin embargo, ¿podría ser eso algo que te ofreciese una calma perfecta y una sensación de amor tan profunda y serena que ninguna sombra de duda pudiera jamás hacerte perder la certeza? 9¿Y podría ser algo que durase eternamente?

El cuerpo físico es un envoltorio con el que ocultamos nuestra verdadera identidad. La realidad que hemos otorgado a ese envoltorio se convierte en un obstáculo para percibir correctamente lo que somos en esencia. Es tan tangible para nuestros sentidos que nos ha hecho olvidar lo que realmente somos. Y lo que es peor, ignora que ese envoltorio es ilusorio, es temporal, mientras que lo que somos es eterno e intemporal.

Al tratarse de un envoltorio, podemos deshacernos de él. ¿Cómo podemos hacerlo sin ponerle fin a su existencia?, se preguntará el ego. No tenemos que deshacernos del envoltorio en los términos en los que el ego cree, sino en aquellos en los que nos lo dicta la razón del Espíritu Santo, deshaciendo la falsa creencia y sustituyéndola por la creencia verdadera. Dicho de otra manera, dejando de creer en el envoltorio y dándole valor al contenido, a la mente.

Cuando estemos dispuestos a realizar ese cambio en nuestra mente, estaremos compartiendo el propósito del Padre y sabremos que la escasez percibida mientras hemos servido al sistema de pensamiento del ego era una ilusión. Ver y Ser lo que somos nos hace gozar de la abundancia divina. Es la mente la que decide creer en la necesidad desde el miedo o crear abundancia desde el amor.

Crear un mundo desde el amor es vivir eternamente en él. Las consecuencias de esa elección nos llevan a experimentar la paz, la felicidad, la dicha, la unidad en cada presente.

9. Los que son conscientes de la fortaleza de Dios jamás podrían pensar en batallas. 2¿Qué sacarían con ello sino la pérdida de su perfección? 3Pues todo aquello por lo que se lucha en el campo de batalla tiene que ver con el cuerpo: con algo que éste parece ofre­cer o poseer. 4Nadie que sepa que lo tiene todo podría buscarse limitaciones ni valorar las ofrendas del cuerpo. 5La insensatez de la conquista resulta evidente desde la serena esfera que se encuentra por encima del campo de batalla. 6¿Qué puede estar en con­flicto con lo que lo es todo? ¿Y qué hay que, ofreciendo menos, pudiese ser más deseable? 8¿A quién que esté respaldado por el amor de Dios podría resultarle difícil elegir entre los milagros y el asesinato?

Si lo tenemos todo, si somos todo, si no somos un envoltorio sino su contenido, ¿por qué luchamos por el deseo de ser especial que nos inspira ser el envoltorio? Nuestra mente debe estar demente si elige la lucha en vez de la paz; nuestra mente debe estar poseída por una creencia que hace real lo ilusorio y niega la verdad. Nuestra mente debe estar sumida en un profundo sueño del que no acaba de despertar.

La ignorancia de lo que somos, lo decíamos más arriba, se convierte en un obstáculo que nos impide conocer el inmenso poder que tiene nuestra mente para crear nuestra realidad. Si nuestra mente está en comunión con la Voluntad del Padre, lo estará igualmente con Su Abundancia, con Su Plenitud, lo que significa que somos parte de esos dones. ¿Quién, teniendo los dones de Dios, desea algo más? Tan sólo aquellos que desean ser especial; ser diferentes a Dios. Ese deseo de ser especial los desliga de la fuente de la abundancia y los sitúa en un nivel de conciencia donde se percibe un mundo separado en el que el miedo ha sustituido al amor y la escasez a la abundancia.

Una mente egoísta tan sólo puede dar lo que tiene: miedo.

Una mente unida tan sólo puede dar lo que tiene: amor. 

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