miércoles, 24 de diciembre de 2025

La estrella que vivía en el pecho.

La estrella que vivía en el pecho.

Había una vez un pequeño pueblo donde, cada invierno, la noche parecía más larga que en ningún otro lugar.


Cuando llegaba la Navidad, las calles se llenaban de luces, guirnaldas y estrellas brillantes colgadas en balcones y ventanas. Pero aun así, muchos niños decían que, cuando se apagaban las luces, la oscuridad volvía a sentirse muy grande.

Entre esos niños estaba Elena.

Elena tenía ocho años y era curiosa, sensible y muy observadora. Le gustaba mirar el cielo antes de dormir, buscando estrellas. Pero esa Navidad algo le inquietaba.

—Mamá —preguntó una noche—, ¿por qué necesitamos tantas luces en Navidad?

Su madre sonrió mientras la arropaba.

—Para recordar que la luz siempre vence a la oscuridad.

Elena frunció el ceño.

—¿Y si no hay luces? ¿Y si se apagan todas?

Su madre le besó la frente.

—Entonces habrá que buscar otra luz.

Aquella noche, Elena soñó algo extraño.

Soñó que caminaba sola por un bosque oscuro. No había farolas, ni casas, ni estrellas en el cielo. Solo árboles altos y silencio. Al principio tuvo miedo. Miraba a su alrededor esperando que apareciera alguien… pero no venía nadie.

—Estoy sola —susurró.

Entonces ocurrió algo inesperado.

Sintió un calor suave en el pecho. No quemaba, no molestaba. Era como cuando alguien te abraza sin tocarte. Elena se llevó la mano al corazón y, de pronto, una pequeña luz comenzó a brillar desde dentro de ella.

—¿Qué es esto? —preguntó en voz alta.

La luz creció un poco más y tomó forma de estrella, una estrella pequeñita pero muy clara, como si supiera exactamente cuánto debía brillar.

—Soy tu luz —dijo una voz tranquila—. Siempre he estado aquí.

—¿Dentro de mí? —preguntó Elena sorprendida.

—Sí. No vivo en el cielo de fuera. Vivo en tu cielo de dentro.

Elena miró a su alrededor. El bosque seguía siendo oscuro, pero ya no daba miedo. La luz de su pecho iluminaba el camino justo delante de sus pies.

—¿Eres la estrella de Navidad? —preguntó.

La estrella pareció sonreír.

—La Navidad solo la recuerda. Pero yo nací contigo.

Elena empezó a caminar. Cada paso era más fácil. Entonces vio algo: entre los árboles había otros niños. Algunos estaban sentados, otros lloraban, otros parecían perdidos. Ninguno tenía luz.

—¿Por qué ellos no brillan? —preguntó Elena.

—Porque creen que la luz está fuera —respondió la estrella—. Esperan que alguien se la traiga.

Elena se acercó a una niña que lloraba.

—No estés triste —le dijo—. Mira.

Se llevó la mano al pecho y dejó que su estrella brillara un poco más. La niña la miró con sorpresa… y entonces, como si lo recordara, una pequeña luz apareció también en su corazón.

—¡Yo también tengo una! —dijo sonriendo.

Uno a uno, los niños fueron descubriendo su propia estrella. El bosque comenzó a llenarse de luces suaves, distintas entre sí, pero todas igual de cálidas.

—¿Ves? —susurró la estrella—. Cuando recuerdas tu luz, ayudas a otros a recordar la suya.

De pronto, Elena despertó.

Estaba en su cama. Todo estaba en silencio. Miró alrededor: su habitación estaba a oscuras. Sintió un pequeño miedo… hasta que recordó.

Cerró los ojos y puso la mano en el pecho.

Allí estaba.
La misma calma.
La misma luz.

A la mañana siguiente, Elena miró las luces de Navidad de su calle con otros ojos. Ya no parecían tan necesarias, aunque seguían siendo bonitas.

—Mamá —dijo durante el desayuno—, creo que ya sé para qué sirven las estrellas.

—¿Ah, sí? —respondió ella.

—Para acordarnos de algo que ya tenemos dentro.

Su madre la miró en silencio, con los ojos brillantes.

Desde entonces, cada vez que Elena se sentía triste, enfadada o asustada, cerraba los ojos y buscaba su estrella interior. Nunca fallaba.

Y lo más curioso de todo es que, cuando lo hacía, el mundo a su alrededor parecía un poco más luminoso…
como si la Navidad no fuera un día del año,
sino una luz que despierta en el corazón

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