⭐ La estrella que vivía en el pecho.
Había una vez un pequeño pueblo donde, cada invierno, la noche parecía más larga que en ningún otro lugar.
Entre esos
niños estaba Elena.
Elena tenía
ocho años y era curiosa, sensible y muy observadora. Le gustaba mirar el cielo
antes de dormir, buscando estrellas. Pero esa Navidad algo le inquietaba.
—Mamá
—preguntó una noche—, ¿por qué necesitamos tantas luces en Navidad?
Su madre
sonrió mientras la arropaba.
—Para recordar
que la luz siempre vence a la oscuridad.
Elena frunció
el ceño.
—¿Y si no hay
luces? ¿Y si se apagan todas?
Su madre le
besó la frente.
—Entonces
habrá que buscar otra luz.
Aquella noche,
Elena soñó algo extraño.
Soñó que
caminaba sola por un bosque oscuro. No había farolas, ni casas, ni estrellas en
el cielo. Solo árboles altos y silencio. Al principio tuvo miedo. Miraba a su
alrededor esperando que apareciera alguien… pero no venía nadie.
—Estoy sola
—susurró.
Entonces
ocurrió algo inesperado.
Sintió un calor
suave en el pecho. No quemaba, no molestaba. Era como cuando alguien te
abraza sin tocarte. Elena se llevó la mano al corazón y, de pronto, una pequeña
luz comenzó a brillar desde dentro de ella.
—¿Qué es esto?
—preguntó en voz alta.
La luz creció
un poco más y tomó forma de estrella, una estrella pequeñita pero muy
clara, como si supiera exactamente cuánto debía brillar.
—Soy tu luz
—dijo una voz tranquila—. Siempre he estado aquí.
—¿Dentro de
mí? —preguntó Elena sorprendida.
—Sí. No vivo
en el cielo de fuera. Vivo en tu cielo de dentro.
Elena miró a
su alrededor. El bosque seguía siendo oscuro, pero ya no daba miedo. La luz de
su pecho iluminaba el camino justo delante de sus pies.
—¿Eres la
estrella de Navidad? —preguntó.
La estrella
pareció sonreír.
—La Navidad
solo la recuerda. Pero yo nací contigo.
Elena empezó a
caminar. Cada paso era más fácil. Entonces vio algo: entre los árboles había
otros niños. Algunos estaban sentados, otros lloraban, otros parecían perdidos.
Ninguno tenía luz.
—¿Por qué
ellos no brillan? —preguntó Elena.
—Porque creen
que la luz está fuera —respondió la estrella—. Esperan que alguien se la
traiga.
Elena se
acercó a una niña que lloraba.
—No estés
triste —le dijo—. Mira.
Se llevó la
mano al pecho y dejó que su estrella brillara un poco más. La niña la miró con
sorpresa… y entonces, como si lo recordara, una pequeña luz apareció también en
su corazón.
—¡Yo también
tengo una! —dijo sonriendo.
Uno a uno, los
niños fueron descubriendo su propia estrella. El bosque comenzó a llenarse de
luces suaves, distintas entre sí, pero todas igual de cálidas.
—¿Ves?
—susurró la estrella—. Cuando recuerdas tu luz, ayudas a otros a recordar la
suya.
De pronto,
Elena despertó.
Estaba en su
cama. Todo estaba en silencio. Miró alrededor: su habitación estaba a oscuras.
Sintió un pequeño miedo… hasta que recordó.
Cerró los ojos
y puso la mano en el pecho.
Allí estaba.
La misma calma.
La misma luz.
A la mañana
siguiente, Elena miró las luces de Navidad de su calle con otros ojos. Ya no
parecían tan necesarias, aunque seguían siendo bonitas.
—Mamá —dijo
durante el desayuno—, creo que ya sé para qué sirven las estrellas.
—¿Ah, sí?
—respondió ella.
—Para
acordarnos de algo que ya tenemos dentro.
Su madre la
miró en silencio, con los ojos brillantes.
Desde
entonces, cada vez que Elena se sentía triste, enfadada o asustada, cerraba los
ojos y buscaba su estrella interior. Nunca fallaba.
Y lo más
curioso de todo es que, cuando lo hacía, el mundo a su alrededor parecía un
poco más luminoso…
como si la Navidad no fuera un día del año,
sino una luz que despierta en el corazón ✨

No hay comentarios:
Publicar un comentario