II. Las leyes del caos (2ª Parte).
4. La segunda ley del caos, muy querida por todo aquel que venera el pecado, es que no hay nadie que no peque, y, por lo tanto, todo el mundo merece ataque y muerte. 2Este principio, estrechamente vinculado al primero, es la exigencia de que el error merece castigo y no corrección. 3Pues la destrucción del que comete el error lo pone fuera del alcance de la corrección y del perdón. 4De este modo, interpreta lo que ha hecho como una sentencia irrevocable contra sí mismo que ni siquiera Dios Mismo puede revocar. 5Los pecados no pueden ser perdonados, al ser la creencia de que el Hijo de Dios puede cometer errores por los cuales su propia destrucción se vuelve inevitable.
El mundo del ego muestra el deseo de ser especial, y este entorno satisface la nueva naturaleza instintiva que ha impulsado a usar la fuerza de voluntad para cumplir esos deseos.
El Hijo de Dios requerirá mantener intacto el altar donde rinde culto a la sagrada fuerza de la voluntad, pues será de su mano que conseguirá disponerlo todo para elegir de nuevo y retomar el rumbo que ha de conducirle al estado de consciencia primigenio en el cual gozaba del estado de plenitud propiciado por Su Creador.
La voluntad ha estado al servicio del deseo de ser especial y se convirtió en su sirviente. Pero la esencia de la voluntad es un impulso que emana de la Divinidad y está permanentemente viva y dispuesta para servir a la mente que compartimos con Dios. Cuando esa sea nuestra elección, tan solo tendremos que dirigir la luz que emana de la voluntad hacia el Cielo y, cuando esto ocurra, quedaremos extasiados por el maravilloso espectáculo que experimentaremos. Nuestra voluntad y la de nuestro Padre se funden y una explosión de júbilo y dicha emanará de nuestra mente, disolviendo cualquier error y cualquier ilusión.
5. Piensa en las consecuencias que esto parece tener en la relación entre Padre e Hijo. 2Ahora parece que nunca jamás podrán ser uno de nuevo. 3Pues uno de ellos no puede sino estar por siempre condenado, y por el otro. 4Ahora son diferentes y, por ende, enemigos. 5Y su relación es una de oposición, de la misma forma en que los aspectos separados del Hijo convergen únicamente para entrar en conflicto, pero no para unirse. 6Uno de ellos se debilita y el otro se fortalece con la derrota del primero. 7Y su temor a Dios y el que se tienen entre sí parece ahora razonable, pues se ha vuelto real por lo que el Hijo de Dios se ha hecho a sí mismo y por lo que le ha hecho a su Creador.
Si la identidad corporal es la consecuencia de utilizar la voluntad para lograr satisfacer el deseo de ser especial, o lo que es lo mismo, el deseo de ser individual, distinto, diferente a todos, y dicha acción es entendida como "pecado", la falsa identidad con la cual nos hemos identificado nos hace creer que nos hemos separado de Dios al elegir ser de otra manera.
De este modo, multiplicamos el germen de la división, de la dualidad. Nos sentimos separados de nuestro Creador y de Su Creación.
La segunda ley del caos exige que la razón nos muestre el verdadero significado de la verdad: "Somos Uno con Todo lo Creado". De esta manera, lo que hemos interpretado como pecado, ahora lo vemos como un error que, para ser corregido, tan solo debemos elegir desde nuestra voluntad el deseo de fundirnos en la Visión Crística, la que nos permite ver la Unidad.
6. En ninguna otra parte es más evidente la arrogancia en la que se basan las leyes del caos que como sale a relucir aquí. 2He aquí el principio que pretende definir lo que debe ser el Creador de la realidad; lo que debe pensar y lo que debe creer; y, creyéndolo, cómo debe responder. 3Ni siquiera se considera necesario preguntarle si eso que se ha decretado que son Sus creencias es verdad. 4Su Hijo le puede decir lo que ésta es, y la única alternativa que le queda es aceptar la palabra de Su Hijo o estar equivocado. 5Esto conduce directamente a la tercera creencia descabellada que hace que el caos parezca ser eterno. 6Pues si Dios no puede estar equivocado, tiene entonces que aceptar la creencia que Su Hijo tiene de sí mismo y odiarlo por ello.
La sustitución de la verdad por la ilusión ha llevado a la mente a mostrar uno de los aspectos más característicos del sentimiento de ser especial, la arrogancia.
El pensamiento arrogante se cree dueño de la verdad y trata de imponerla a los demás de manera despótica. Sin embargo, lo que está encubriendo dicho pensamiento es el sentimiento de debilidad ante su naturaleza pecadora. Para que nadie descubra esa debilidad, hacemos uso de la arrogancia para dirigir la atención del otro lo más alejada posible de nuestra falta de fortaleza.
El miedo acompaña muy de cerca al pensamiento arrogante. El miedo, guiado por la visión de la separación, nos induce a atacar al otro dando muestras de un poder desmedido que no posee, sino que trata de enmascarar su debilidad. De igual modo que ataca a su hermano, lo hace con Dios, al que enjuicia como un ser vengativo y despiadado, que se siente defraudado por Su Hijo al que considera un débil pecador y que le ha sentenciado a ser merecedor de todos los castigos y calamidades.
Es el mundo al revés. El Hijo corrigiendo al Padre y describiendo Su Identidad de una manera errónea.
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