Capítulo 23
Introducción (1ª parte).
1. ¿No te das
cuenta de que lo opuesto a la flaqueza y a la debilidad es la impecabilidad*? 2La inocencia es fuerza, y
nada más lo es. 3Los que están libres de pecado no pueden temer,
pues el pecado, de la clase que sea, implica debilidad. 4La
demostración de fuerza de la que el ataque se quiere valer para encubrir la flaqueza
no logra ocultarla, pues, ¿cómo se iba a poder ocultar lo que no es real? 5Nadie
que tenga un enemigo es fuerte, y nadie puede atacar a menos que crea tener un
enemigo. 6Creer en enemigos es, por lo tanto, creer en la debilidad,
y lo que es débil no es
La creencia en la separación favoreció el pensamiento del miedo, del pecado y de la culpa. El creer que el comer de la fruta prohibida del árbol del bien y del mal tuvo como consecuencia la expulsión del estado paradisiaco del que gozaba el Hijo de Dios, es decir, del estado de unidad con Dios y con Su Creación, nos llevó a descubrir nuestra desnudez, esto es, nuestra inocencia, y a sentirnos avergonzados al albergar el deseo de ser especial y a la pérdida de nuestra impecabilidad y fortaleza.
Nos dicen las Escrituras que ese acto de desobediencia propició que la conciencia entrase en un estado semejante al sueño del cual aún no ha despertado. Ese estado de sueño ha dado lugar a la percepción falsa y a la fabricación de una realidad ilusoria cuyo protagonista es el cuerpo y las leyes de la temporalidad propias de lo irreal.
La fortaleza de Dios es inquebrantable y está basada en su naturaleza impecable y pura. Su Hijo comparte esa misma condición, la cual forma parte de su naturaleza verdadera y espiritual. Sin embargo, cuando su voluntad fue seducida por la tentación del deseo de ser especial, su mente dejó de servir al amor y a la unidad y su conciencia quedó dormida y sumida en la pesadilla del sueño que es el estado en el que la mente se encuentra cuando decide servir a la dualidad y negar la unidad.
2. ¡Qué extraña
se vuelve en verdad esta guerra contra ti mismo! 2No podrás sino
creer que todo aquello de lo que te vales para los fines del pecado puede
herirte y convertirse en tu enemigo. 3Y lucharás contra ello y tratarás de debilitarlo por esa razón, y creyendo
haberlo logrado, atacarás de nuevo. 4Es tan seguro que tendrás miedo
de lo que atacas como que amarás lo que percibes libre de pecado. 5Todo
aquel que recorre con inocencia el camino que el amor le muestra, camina en
paz. 6Pues el amor camina a su lado, resguardándolo del miedo. 7Y
lo único que ve son seres inocentes, incapaces de atacar.
La historia de la humanidad parece surgir a partir de que la astuta serpiente tentara a Eva para que comiese de la fruta prohibida. La implicación de la naturaleza emocional —Eva— le pide a la voluntad —Adán— que se ponga a su servicio, esto es, que coma, igualmente, de la fruta para que de este modo pudiesen ser como Dios. Detrás de esta simbología sagrada se esconde el mecanismo que llevó a la mente a desviar su atención hacia una fuerza llamada deseo de la que no era consciente. El Hijo de Dios gozaba del estado de comunión con su creador y en ese estado del ser era pleno, perfecto e inocente. La fuerza del deseo se presenta a la mente mostrándole el aspecto de la necesidad, de la incompleción, de la escasez, cuando en verdad, el argumento de ser como Dios era una falsa astucia, pues el Hijo de Dios ya era como Dios, pero lo narran dándonos a entender que no era consciente de dicha condición.
No, la historia de la humanidad no surge tras la ilusoria transgresión de quebrantar el precepto divino de no comer del árbol del bien y del mal. La humanidad es Una, pues es la Filiación, la obra creadora de Dios. El Hijo de Dios es Uno. La separación fue una ilusión: El "surgimiento de muchos" proviene del aparente sueño de separación, en el que el Hijo único pareció separarse de Dios. Este acto nunca ocurrió en realidad, pero parece haber sucedido en la mente dormida del Hijo. Los muchos cuerpos, las múltiples mentes y personalidades que percibimos forman parte de este sueño de separación. En verdad, no estamos separados, pero creemos estarlo. Esta creencia origina el mundo que vemos.
3. Camina gloriosamente, con la cabeza en alto, y no
temas ningún mal. 2Los inocentes se encuentran a salvo porque
comparten su inocencia. 3No ven nada que sea nocivo, pues su
conciencia de la verdad libera a todas las cosas de la ilusión de la nocividad.
4Y lo que parecía nocivo resplandece ahora en la
inocencia de ellos, liberado del pecado y del miedo, y felizmente de vuelta en
los brazos del amor. 5Los inocentes comparten la fortaleza del amor porque vieron la
inocencia. 6Y todo error desapareció porque no lo vieron. 7Quien
busca la gloria la halla donde ésta se encuentra. 8¿Y dónde podría
encontrarse sino en los que son inocentes?
La creencia en el pecado, en la separación, es un pesado fardo que no nos permite sentirnos en libertad. Creer en el pecado despierta la voz juzgadora de la culpa que nos atormenta con liberarnos de esa pesada carga. Ante la desesperación que ocasiona el sentimiento de la culpa, tomamos la decisión de castigarnos, entendiendo que atacándonos quedaremos purificados de nuestros pecados. El cuerpo es el elegido para sufrir ese suplicio redentor, pero lo peor de ello no es tan solo el autocastigo que nos infligimos, sino que proyectaremos sobre los demás ese ejercicio de purificación y atacaremos el pecado que percibiremos en el otro a través de nuestros juicios condenatorios.
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