jueves, 19 de junio de 2025

Capítulo 21. III. Fe, creencia y visión (1ª parte).

III. Fe, creencia y visión (1ª parte).

1. Todas las  relaciones especiales  tienen como meta el pecado, 2pues son tratos que se hacen con la realidad, a la que la aparente unión se adapta. 3No te olvides de esto: hacer tratos es fijar lími­tes, y no podrás sino odiar a cualquier hermano con el que tengas una relación parcial. 4Quizá trates de respetar el trato en nombre de lo que es "justo", exigiendo a veces ser tú el que pague, aun­que lo más frecuente es que se lo exijas al otro. 5Al hacer lo que es ''justo”, pues, tratas de mitigar la culpabilidad que emana del propósito que aceptaste para la relación. 6Y por eso el Espíritu Santo tiene que cambiar su propósito para que sea de utilidad para Él e inofensiva para ti.

Todas las relaciones especiales tienen su origen en el deseo individual de ser especial, lo que significa que hemos depositado nuestra fe en la certeza de que somos nuestros propios creadores y que nuestra identidad, el cuerpo, es la muestra evidente de que estamos separados del mundo que nos rodea y de los seres que lo habitan.

Si la creencia en la separación forma parte de nuestra mente, lo primero que haremos es establecer un sistema de pensamiento donde sus leyes protejan dicha creencia. Así nos aseguraremos de que ninguna otra idea ponga en peligro nuestra fe, es decir, se convierta en un obstáculo para que no consigamos lo que deseamos.

A la creencia en la separación la hemos llamado "pecado", pues la hemos identificado como la causa que ha dado origen a nuestra acción transgresora de las leyes de Dios y de Su Mandato de no "comer del Árbol del Bien y del Mal".  Por lo tanto, todas las relaciones tienen como meta el pecado, pues nos recuerda de manera inconsciente lo que subyace en la mente subconsciente de la humanidad: la creencia en el pecado y en la culpa que ello nos produce.

Podemos decir que cuando establecemos una relación especial, lo que realmente estamos haciendo es buscar la vía redentora que nos libere de la culpa. La redención exige castigo y el castigo es un ataque que nos muestra nuestra falta de amor. Nos dice Jesús en este punto que en las relaciones especiales hacemos tratos con el otro, en nombre de un aparente amor que en verdad oculta el deseo de fijar límites, pues proyectamos aquello que se encuentra en nuestro interior, por lo que no podemos dar amor cuando en realidad creemos en el castigo.

2. Si aceptas este cambio, habrás aceptado la idea de hacerle sitio a la verdad. 2La fuente del pecado habrá desaparecido. 3Tal vez te imagines que todavía experimentas sus efectos, pero el pecado ha dejado de ser tu propósito y ya no lo quieres más. 4Nadie permite que su propósito sea reemplazado mientras todavía lo siga deseando, pues nada se quiere y se protege más que un objetivo que la mente haya aceptado. 5Lo perseguirá, sombría o feliz­mente, pero siempre con fe y con la perseverancia que la fe inevi­tablemente trae consigo. 6EI poder de la fe jamás se puede reconocer si se deposita en el pecado. 7Pero siempre se reconoce si se deposita en el amor.

La propuesta que nos hace el Espíritu Santo es la de Expiar el error de nuestra mente y corregir el contenido de nuestra fe, es decir, cambiar la falsa identificación con el pecado y sustituir como vía de salvación el castigo por el perdón.

Una mente identificada con el pecado aceptará el sacrificio, la inmolación, como la vía que ha de aportar la redención y la salvación. Para el ego, la salvación significa que hemos hecho los méritos suficientes para que Dios nos perdone por nuestros pecados. Esta idea nos sugiere que creemos profundamente que Dios nos ha condenado por haberle desobedecido. Fue Él quien nos expulsó del "paraíso terrenal"; fue Él el que nos sentenció a trabajar para ganar el sustento de cada día. De este modo, el Dios del Amor fue sustituido por el Dios Juez Castigador.

El ego, con esa visión alterada, pone en evidencia su propio sistema de pensamiento en el que el ataque, el juicio condenatorio, es la respuesta a la creencia en la separación. Si Dios nos "separó" de su Edén, no podemos afirmar que la unidad gobierne las leyes de la percepción, las leyes del mundo en el que vivimos y morimos.

La Voz del Espíritu Santo es la Voz a la que debemos escuchar, pues su luz difuminará la oscuridad que nos ha llevado a creer en la falsedad de que somos pecadores y de que Dios nos ha repudiado. Esa luz nos mostrará el verdadero rostro de Dios, el del Amor y nos mostrará, igualmente, que la separación nunca se ha producido, pues nuestro verdadero Ser forma parte íntegra de Su Fuente.

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